El vigilante de la montaña

El sol de la tarde se filtra entre las hojas y pinta de oro el suelo húmedo del bosque andino. El oso andino sigue el rastro de la fruta madura. Un aroma dulce lo guía por un vasto territorio que su especie ha recorrido durante generaciones. Es un fantasma de la niebla, una sombra en la memoria de la montaña.

Su vida es un mapa de sabores y senderos. Recolecta los frutos del bosque. Disfruta las texturas de la caña y, con sus fuertes garras, escarba la tierra en busca de lo que lo nutre. No es un depredador de rebaños, aunque los humanos a veces lo olviden. Su dieta se basa en raíces, insectos y bayas.

Guardián silencioso

Se dice que el oso de anteojos es una especie sombrilla. Su supervivencia es un paraguas que protege a otros. Sus pasos no son erráticos. Son un acto de siembra. Al moverse de un lado a otro, esparce las semillas que lleva en su pelaje e intestinos. Asegura que el bosque se regenere.

Su existencia está entrelazada con el destino de este bosque. Con cada rama que derriba para alimentarse, abre nuevos espacios para que crezcan árboles jóvenes. Su trabajo es la vida misma del ecosistema.

Un encuentro inesperado

Mientras el oso se deleitaba con su manjar de semillas, unos humanos lo vieron. No hubo miedo en sus miradas, solo asombro contenido. Por un instante, el tiempo se detuvo y se observaron. Los científicos lo llaman «vulnerable a la extinción», y tienen razón. Su hábitat se reduce, se fragmenta.

Su existencia, que solía extenderse hasta las llanuras, ahora se refugia en los rincones más altos de la cordillera. Aún se escuchan las palabras que murmuran sobre él: «no le teman, no es peligroso«. Es cierto, el instinto de su especie no es la confrontación. Nuestros caminos se cruzan en interacción pacífica.

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